Antonio Balsalobre rememora la muerte de Antonio Machado en su 80º aniversario

Machado: 80 aniversario. El poeta y el mar

Antonio Machado murió un 22 de febrero, hace ahora 80 años, en Collioure, un pueblo francés incrustado entre la playa y el monte, entre el mar Mediterráneo y los Pirineos, a tan sólo veintisiete kilómetros de la frontera española. Collioure tiene fama de ser uno de los pueblos más hermosos de Francia, cuyo cielo azul ha atraído a artistas de la talla de Matisse, Picasso, Duffy o Juan Gris; pero es también un lugar emblemático del exilio republicano español. En su cementerio de reducidas dimensiones está escrita una de las páginas más trágica y emotiva de la historia de España, que como decía Gil de Biedma, quizá sea la más triste de todas las historias.

Estuve allí hace unos años y antes del mediodía fui a visitar la tumba del poeta, donde nunca faltan flores, versos, dedicatorias o alguna pequeña enseña tricolor. En la lápida, situada a ras del suelo, figura junto al nombre del poeta el de Ana Ruiz, su madre, que murió tres días después que él. También ella formaba parte del séquito del exilio.

Procedentes de Barcelona, al cruzar la frontera, cuenta el escritor Corpus Barga, que los acompañaba en su coche, el tiempo empeoró. Rugía el viento y caía una lluvia helada. «A cada momento la carretera se hacía más intransitable, atestada de vehículos y de refugiados. Por los caminos se arrastraban millares de hombres, mujeres y niños venidos de todas partes». Antonio estaba cansado y enfermo, su madre extenuada. Anciana y casi al borde del delirio no paraba de preguntar: “¿Falta mucho para Sevilla?”.

Atrás quedaba la guerra y empezaba el exilio. Por poco tiempo. Era enero de 1939 y ambos fallecieron tres semanas después. “Me he emocionado tanto ante la tumba del poeta – escribí en ese viaje-  como me puedo emocionar ante la tumba de un ser querido, porque Machado hace tiempo que forma parte de nuestro universo íntimo. Es a la vez ese gran mito de la literatura española, que tanto admiramos, y un hombre de carne y hueso, de ‘torpe aliño indumentario’, memoria viva y dolorosa de la España peregrina”.

Las calles que Machado vio atestadas de refugiados que huían del fascismo rebosan hoy de turistas con atuendos playeros, en su mayoría ajenos a las miserias de aquel exilio. Así es la vida. Y en una de esas calles, ya cerrado, se encuentra el pequeño Hotel Boulogne-Quintana, donde se hospedó con su familia “con lo puesto”. Por fortuna, se libraron del horror de los cercanos y vergonzosos campos de refugiados, en realidad campos de concentración (Saint Cyprien y Argelès-sur-Mer) donde se iban hacinando en condiciones infrahumanas miles de españoles.

Según revela Ian Gibson, unos días antes de morir, una mañana que salió a pasear, al acercarse al mar y contemplar las casas de los pescadores y las barcas de pesca en la playa, Machado le confesó a su hermano: “¡Quien pudiera quedarse aquí en la casita de algún pescador y ver desde una ventana el mar, ya sin más preocupación que trabajar en el arte!”

“La mer, la mer, toujours recommencée”, sin cesar empezando, que diría Paul Valéry, y que siempre constituyó una poderosa metáfora en la poesía de Machado, como símbolo de lo absoluto, de lo ilimitado, de la muerte.

A las puertas de la también llamada Casa Quintana, ahora clausurada, no pude vencer la tentación de saltar la balaustrada y subir, por una escalera interior, al balcón de la primera planta para contemplar la última imagen que el poeta tuvo del mar. Desde allí la vista es soberbia. Habían pasado casi 80 años, pero poco había cambiado el entorno, me dijeron, si no es que el Douy, un riachuelo de cauce seco, ahora convertido en calle, estaba atestado de coches. Tuvo que ser un consuelo para el autor de Campos de Castilla, en esos momentos trágicos, poder vislumbrar el mar desde el mirador.

Por poco tiempo. Apenas veinte días después de su llegada, no pudiendo sobrevivir a la pérdida de España ni sobreponerse a la angustia del destierro, desde Collioure, ese pequeño pueblo pesquero, partió su nave, aquella que nunca habría de tornar. Y a bordo lo encontramos, como él había predicho, con “lo puesto”, ligero de equipaje “casi desnudo, como los hijos de la mar”.

80 años después, al poeta lo sigue cubriendo el polvo de un país vecino. Y aunque nos duela, como siempre he defendido, allí debe permanecer, en ese pueblo incrustado entre la playa y el monte, símbolo del éxodo de la España republicana. Aquí nos queda su obra. Inmensa. Defendida incluso ahora, no sé si por oportunismo, por algunos herederos espirituales de sus verdugos. Ojalá sea para bien. Al fin y al cabo, como decía el poeta, para los caminantes que somos todos, no hay camino sino “estelas en la mar”.

 

 

 

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