Antonio Balsalobre y la memoria en un artículo de Opinión

“Inorvidable”

Así escrita, con esa ortografía, se puede leer esta palabra en una lápida del cementerio de Cieza. Si no me creen, vayan a la replaceta que hay al entrar a mano derecha -el único lugar de nuestro campo santo donde los muertos están “enterrados” de verdad, en tumbas bajo tierra- y verán en una piedra esculpida la inscripción. El sepulcro es de principios del siglo XX y el término elegido para expresar lo mucho que representaba el difunto para su familia no pudo ser más sonoro y rotundo. Una sola palabra, “inorvidable”, bastó para decirlo todo.

Indirectamente, desde el punto de vista ortográfico, el vocablo presenta además, al saltarse la norma académica, un indudable interés social y lingüístico. Es una muestra viva de lo que ha sido (y es, en cierto modo) el habla popular de esta tierra.

No es la primera vez que me encuentro con un rótulo antiguo en el que la ortografía refleja el habla del pueblo. A finales de los 70 del siglo pasado, todavía se conservaba una placa de calle, al lado de la Erica del Hospicio, en la que podía leerse “Barrio de San Juaquín”.  Así escrito. Con su diptongo ciezano por encima de cualquier otra consideración. Tuve la feliz idea de echarle una foto. Y esa es una impronta que guardo como un tesoro, con el mayor cariño.

¿Que por qué decimos en Cieza “Juaquín” en lugar de “Joaquín”? Pues por una razón muy sencilla. Porque el diptongo “ua” es mucho más fácil de pronunciar que el hiato “oa”. Y porque Juaquín se compone de dos silabas y Joaquín de tres. También, a veces, en las cosas del lenguaje se procura economizar. Como en la cesta de la compra, vamos.

En “Inorvidable”, se produce otro fenómeno, la confusión de los fonemas líquidos /l/ y /r/, algo frecuente por aquí. Una confusión que aparece desde los primeros testimonios de la lengua y que constituye un elemento de la evolución del castellano desde el latín. ¿Quién no ha oído decir a alguna abuela que tenía “la farda” guardada en el “almario”, o a algún abuelo exclamar en las mañanas de invierno: “¡Joel, qué helol que hace!”? Algo que hace sonreír a muchos hoy en día sin reparar, por ejemplo, en que el latín “arbor” da “árbol” en castellano, cambiando esa “or” final por “ol”.

Paradójicamente, esas palabras que me encantaban en boca de nuestros abuelos, porque le daban colorido y sonoridad propia al dialecto murciano, me resultan inadmisibles en boca de nuestros jóvenes que han tenido acceso a la educación. Más de una vez, de hecho, me he visto obligado a corregirlas, ya sea por imperativo académico o por “estética” de la lengua. Así de contradictorio soy –somos-, a veces.

“Inorvidable”, sin embargo, es una palabra que me propongo rescatar. Que estoy rescatando, de hecho. Nada hay más terrible que perder la memoria. La propia o la colectiva. La que fija los hechos de nuestra historia personal o la que evoca los acontecimientos de nuestra historia como pueblo o país. Somos memoria y sin ella no “existimos”, vino a decir Saramago. ¡Y qué razón tenía!

Por eso me duele, aunque no me extraña, que el PP haya impedido con su mayoría en el Senado que se investigue el caso de los llamados “trabajadores esclavos” del franquismo, así como los bombardeos nazis de 1938 sobre el Maestrazgo, conocidos como el Guernica valenciano. Seguimos teniendo un deber de memoria histórica y democrática que debemos culminar. Sin ningún ánimo de revancha, que no lo hay, pero sí de reconocimiento y reparación moral de quienes fueron víctimas de aquella barbarie.

Hay quienes quieren sepultar la memoria, como diría Cernuda, en “vastos jardines sin aurora”, allá lejos, donde habita el olvido. No lo permitamos. Vivir es recordar. Es hacer que lo que más queremos sea “inorvidable”.

 

 

 

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