Antonio Balsalobre y las «batallas que sobran en política»

La batalla de más

“No eran soldados: eran hombres. Eran campesinos y obreros enviados al matadero, fácilmente reconocibles en sus uniformes. Eran civiles desarraigados intentando sobrevivir en las trincheras en condiciones infrahumanas, bajo la metralla y las bombas”. En la Francia de los sesenta, para ilustrarnos mejor sobre los horrores e insensatez de la guerra, nuestra maestra de primaria, Madame Pellegrin, nos relataba en sus clases de historia escenas como ésta sobre aquella carnicería humana que fue la Primera Guerra Mundial. Luego supimos, además, que este desvarío, injustificable, fruto de la locura de los nacionalismos y de la avaricia del expansionismo colonial, trajo la segunda guerra mundial. Y que sus secuelas de odio y muerte han llegado hasta nosotros.

Cien años después del fin de la contienda, es justo que se rinda homenaje a aquellos “peludos” (así llamados por los gruesos bigotes e hirsutas barbas que llevaban), jóvenes en su mayoría que, en cifras escalofriantes, perdieron la vida o quedaron mutilados síquica o físicamente para siempre. Homenajeados, sí, pero no por su heroísmo, aunque lo tuvieran, sino por su lucha sin causa. Por haber sido los peones sacrificados de una partida de ajedrez entre dirigentes políticos y militares codiciosos, ineptos y sanguinarios.

La falta de recursos, tras la debacle del 98, impidió a España entrar en el conflicto. Y de esa se libraron nuestros bisabuelos. Una neutralidad que aceptó el rey Alfonso XIII, aunque según le confesó al embajador francés, le habría gustado que España entrara en la guerra del lado aliado a cambio de “alguna satisfacción tangible”, o sea alguna “tajada”, pero que se encontraba rodeado de “cerebros de gallina”, o sea de políticos cobardes.

De las historias sobre la Gran Guerra que nos contaba esta maestra, hay una que no he olvidado, y que siempre he procurado rescatar cuando he visto estallar algún conflicto bélico a mi alrededor. Es la referida a los últimos soldados muertos el 11 de noviembre de 1918, día en que se firmó el armisticio, en la batalla que se conoce como “la batalla de más”, y que tuvo lugar en los tres últimos días de la guerra. Si para muchos, todas las guerras son absurdas, ¿qué no será esta última batalla, inútil, en la que seguían cayendo soldados mientras franceses y alemanes ultimaban la firma del cese el fuego? ¿Y qué decir de aquellos que perdieron la vida entre las cinco de la madrugada, hora en que es firmado el armisticio, y las once de la mañana, hora en que entra oficialmente en vigor? Durante ese tiempo, en esas horas “de más”, el sinsentido grotesco de la guerra vino a engrosar con más muertes inútiles aquella lista de millones de muertes inútiles habidas durante los cuatro años anteriores. De hecho, para evitarles a las familias un dolor añadido en aquel “día de victoria”, las actas de defunción fueron falsificadas, antedatándolas con fecha del 10.

De esta historia aprendí que en toda contienda siempre hay una batalla de más: la que alientan quienes alargan los conflictos por intereses espurios.

En estos tiempos en que algunos vuelven a atizar los nacionalismos exacerbados, tanto centrales como periféricos, no estaría de más recordar la inutilidad de ciertos sacrificios, sobre todo cuando les son exigidos a los demás. Pienso en Cataluña y recuerdo el tuit de Rufián, el del 26 de octubre. El de las “155 monedas de plata”. Cuando, de facto, estaba firmado el “armisticio” entre Puigdemont y Rajoy, tras haber ofrecido y obtenido Santi Vila, hombre clave en las negociaciones del procés, un alto el fuego de Sáenz de Santamaría, que contemplaba no aplicar el 155 a cambio de la convocatoria electoral, y unos saboteadores irresponsables, entre ellos Rufián, decidieron lanzar una ofensiva final acusando al entonces presidente de la Generalitat de “traidor”.

No sabemos lo que hubiera salido de aquella convocatoria electoral, lo que si sabemos es lo que ha traído aquella proclamación fantasma de independencia. Y cuanta gente directa o indirectamente fue, está siendo y será “sacrificada”.

En toda contienda siempre están los que intentan buscar soluciones, pactos, acuerdos, y los que para sacar tajada buscan alargar las crisis planteando siempre una batalla más. Los que utilizan el conflicto como motor de una estrategia política. En el lado independentista, ya los conocíamos, pero en el bando constitucionalista también los vamos conociendo. El PP y Ciudadanos  deberían plantearse si esa estrategia de crispación, de magnificación de los desencuentros, de radicalización nacionalista (Alsasua, sin ir más lejos) no será esa “batalla de más” que tanto daño causa a un país y a sus ciudadanos.

 

 

 

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