Bob Dylan a través del prisma de Antonio Balsalobre

Dylan

Domingo 5 de mayo. 19:45 horas. Gran bullicio en torno a la Plaza de Toros de Murcia. Al pasar por la terraza de un bar cercano, una señora le pregunta a un camarero que conoce: “¿Qué pasa aquí esta tarde?”. “Que canta Bob Dylan”, le contesta el barman. “¿Quién?”. “¡Booob Dylan!”. La mujer pone cara de no saber quién es. “Pues a ese –remata el marido entre risillas-, a ese, lo conocerán en su casa…”.

No me digan que no llevaba razón Machado. El español cuando embiste, embiste de verdad.

Nadie embistió afortunadamente en el coso, las plazas de toros ya no son lo que eran y cada vez más se van convirtiendo en gastrobares, salas de música o megaescenarios para megaestrellas.

A las 9:05 salió el de Minnesota con sus músicos. ¿Para qué hacerse esperar si lo tenía todo vendido? El astro con chaqueta clara medio palmo más larga de lo normal; su banda, vestida de rojo. Los de las sillas de abajo se levantaron para recibirlo, los de las gradas de arriba se limitaron a aplaudir. Levantarse en el graderío si no es al unísono puede hacer que el de delante ponga, sin querer, su trasero en la cara del de detrás.

Zimmerman, discípulo de Rimbaud y digno heredero de la tradición de los bardos, se refugió tras el piano y allí permaneció, una veces de pie, otras sentado, casi las dos horas que duró el concierto. El conciertazo. Encadenando canción tras canción, sin mediar palabra (para qué, si ya lo dice todo en sus canciones), y con pausa de LP entre una y otra, es decir, la mínima para que no se fusionen los temas. Empezaba a anochecer y la tarde murciana se teñía de oscuro, pero también de un sonido limpio, excepcionalmente bueno, y de una voz, la de Dylan, en uno de sus mejores momentos (o casi, para no ser exagerado).

Creo que empezó con “Things have changed”, me pareció luego oír “It ain’t me, babe” y más tarde “Highway 61 Revisited”. Digo “creo” porque cualquier parecido entre las versiones en directo y las que conocemos de sus discos es pura coincidencia. Mejor que sea así. Sus placas de vinilo las podemos escuchar en casa. En el folk-rock como en el jazz, las versiones deben ser únicas en el escenario.

Siempre cuesta en un concierto entrar en calor, y el de Dylan no fue una excepción. Algo descolocado el público al principio, no vino la emoción hasta que el Nobel hizo sonar su legendaria armónica, y el climax (o lo más parecido a eso) se alcanzó con “Like a rolling stone”, la única canción reconocida y tarareada mayoritariamente como tal. El resto fue un pedazo de concierto más pensado para escuchar que para participar (y según Sopena, al que también hay que escuchar y leer, “para enmarcar”). Así es Dylan. Hasta intimista en una plaza de toros.

Un violín anunció la mítica pero casi irreconocible “Blowing in the wind”. La cantamos como pudimos. Lo sorprendente es que muchos años después, la mayoría de los que estábamos allí seguíamos buscando la respuesta en el viento. “¿Cuántos caminos debe recorrer un hombre antes de que lo llaméis hombre?” Ahí sigue la pregunta. A ver si resulta que no han cambiado tanto los tiempos.

 

 

 

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