El convento de San Joaquín y María Parra

De Laudes a Completas

Queridos lectores,

en algunas ocasiones la neblina formada en mi cima con la llegada del otoño me deja algo inquieta en las primeras horas de la mañana. Sobre todo, en esos amaneceres en los que el aire se vuelve demasiado blanquecino y me impide continuar con la vigilia de mi querida Cieza. Afortunadamente, hubo un tiempo en el me tranquilizaba saber que cuando sonaba a esas horas del alba la campana del Convento de San Joaquín llamando a Laudes, los frailes franciscanos salían raudos de sus celdas para el primer rezo del día ante el Altar Mayor. Arrodillados y algo cabizbajos, tras una primera oración de alabanza a Dios, dedicaban plegarias al cuidado y protección de los ciezanos y solicitaban la misericordia de Dios ante los pecados de sus hijos.

El amor a Dios de estos frailes, el ideal de pobreza y el servicio caritativo a los demás, mostraba el espíritu alegre, sencillo, austero y humilde con el que su fundador, Francisco de Asís, abandonó su vida llena de comodidades para dedicarse a servir a los más necesitados, lo que impulsó una renovación cristiana que se conoció como la Orden de San Francisco. Así pues, mientras los ciezanos reposaban aún, los frailes iniciaban desde bien temprano un largo compendio de actividades, pero todas ellas destinadas a servir a los demás con su oración, con su palabra, con su trabajo, haciendo realidad las palabras evangélicas que según San Mateo dijo Jesús: “Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis”.

Cuentan los historiadores que desde el monasterio de Santa Ana del Monte en Jumilla, foco de irradiación franciscana, vinieron a Cieza en el siglo XVII a predicar en Cuaresma, en Semana Santa y en otras fiestas señaladas, con tanta frecuencia que se consideraron tan bien acogidos como en su propio convento, pues los ciezanos eran receptivos con sus palabras y generosos con sus personas. Y tanto fue el arraigo que llegaron a sentir, que les empezó a rondar la idea de establecerse en Cieza, constituyendo así finalmente una delegación de su monasterio franciscano jumillano.

Y así fue cómo el 23 de diciembre de 1685 se puso la primera piedra de lo que hoy es uno de los edificios más emblemáticos de esta villa, llegando a consagrarse en 1699 como un referente de culto y caridad.

Pronto los frailes se insertaron en la sociedad como unos ciezanos más, subsistiendo gracias al huerto y al trueque de alimentos por otros productos, llevando así una vida monacal de entrega y sacrificio. Sin embargo, en 1762 la monotonía entre aquellas paredes de piedra cesa con la llegada de fray Pascual Salmerón, quien resultaría ser una figura emblemática de nuestra historia local, hasta el punto de dar nombre a la que es hoy nuestra biblioteca municipal. Las dotes intelectuales de este fraile no pasaron desapercibidas para sus superiores, por lo que pronto le ofrecerían trabajos de responsabilidad administrativa, pero las rechazó. Su mente inquieta prefería compaginar el recogimiento en la oración junto con su gran pasión, la Historia. Durante las noches en su celda el sueño le abandonaba y las horas se llenaban de interrogantes de todo lo que le rodeaba, de ahí sus labores de concienzudo estudioso, de lo surgiría después la que sería la primera Historia de Cieza. Por lo que fray Pascual pasaba el día buscando respuestas entre los lisiados, los hambrientos, los presos, los huérfanos, … con los que se iba encontrando por el convento cuando iban en busca de ayuda. Además, aprovechaba sus descansos que le eran concedidos para investigar en algunos de los archivos que celosamente se habían ido almacenando en aquel húmedo sótano, sin importarle el frío y la oscuridad que allí reinaba, con tal de conseguir recuperar la memoria histórica de aquella población que tanto le había cautivado. En muchas ocasiones, durante sus labores en el huerto, le pude ver contemplándome con su mentón apoyado en su azada absorto en sus pensamientos, como si mi existencia fuera fruto de un enorme enigma que él quiera resolver.

Desafortunadamente, la existencia de frailes franciscanos en este convento duró hasta 1835, pero, a pesar de su ausencia, dejaron una profunda huella, no solo arquitectónica en el edificio que ocuparon, sino también espiritual en muchas generaciones que siguieron tras su marcha.

En el claustro del convento, con su pozo central, que sirvió de aljibe y sació a tantas bocas secas, aún se puede respirar ese aire de austeridad y de sacrificio, aún resuenan en este recinto los ecos de sus oraciones esparcidas a lo largo de cada jornada, aún están en el recuerdo aquellas inscripciones que en la pared eran una llamada a reconocer las ofensas a Cristo, motivo de su Pasión y Muerte:

Pecador, mira a Jesús

con la cruz que le has cargado

pues te dice lastimado:

tus pecados son mi cruz.

Atardece, el cielo se viste de un rojo que anuncia viento. La jornada acaba en el convento y es el momento de rezar Completas. Es el momento de dar gracias a Dios por todo lo que el día ha deparado, es el momento de agradecer lo recibido de la Divina Providencia y, tras una cena frugal los frailes se retiran a sus celdas para esperar la llegada de otro día en que ,antes de que el sol despliegue sus rayos y se haga la luz, ya estos frailes, de túnica oscura y de pobres sandalias, estarán alabando al Señor con sus Laudes nacidos de unos corazones pobres y ricos al mismo tiempo, austeros en  apetencias y copiosos en  caridad y amor.

 

 

 

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