El molino de Teodoro y María Parra

Encuentros en el molino de Teodoro

Queridos lectores,

el amanecer aún está por llegar y, mientras el rocío me acompaña en mi travesía de veterana centinela desde esta mi Atalaya, una suave brisa me trae hasta mi cumbre el agradable recuerdo de Teodoro y su viejo molino. Aunque había otros molinos en Cieza, como el de ‘la Inquisición’, el de ‘Capdevila’, el de la Huerta’ o el de ‘la Encomienda’, recuerdo con especial cariño el de aquel joven que regentaba con gran dedicación aquel molino medieval, de fachada policromada de brillantes colores azul y naranja, construido en 1507 por la Orden de Santiago en la margen derecha de nuestro río Segura, en concreto en el paraje del Estrecho, y que tras mucho sacrificio había ido poco a poco comprando a sus siete herederos, haciéndose como único propietario en 1928.

Santurrón como pocos, Teodoro García vivía siempre a la espera de que la corriente moviera las muelas de piedra. Nunca perdía la paciencia y fuera de día o de noche siempre estaba preparado para realizar la labor de limpieza del trigo y la molienda con el que obtener la harina con la que se haría el pan en el pueblo.

Teodoro, como cada día, no esperaba a que amaneciera para empezar con su molienda- tarea monótona para cualquiera- sino que recibía siempre con entusiasmo la llegada de la fuerza del agua que corría por la Andelma, desde donde se abría un portillo que llenaba el acueducto que desembocaba con una altura de unos quince metros en el pozo del molino, dándole la fuerza suficiente para poder llevar a cabo el proceso de molienda.

Una mañana fría de febrero oyó tras el molino a alguien tarareando por la cuesta pedregosa por la que bajaban las cabras a pastar y a beber agua. Se trataba de un fraile al que no conocía, que distraído con las zarzaparrillas, que por allí crecían, cantaba en latín. Teodoro por el color de su hábito supo que era franciscano, pero pensó que no podía ser de los del convento de San Joaquín pues él los conocía bien a todos, ya que muchos domingos cuando iba a misa les obsequiaba con unos sacos de harina que ellos siempre le agradecían con un “Dios te bendiga, hijo mío”. Teodoro lo saludó con un “Buenos días, hermano”, saludo que fue correspondido amablemente por el caminante. Era este un hombre de mediana edad, de piel curtida por el sol y el frío, que se llamaba Pascual y que iba a incorporarse al convento de San Joaquín tras pasar diez años en el monasterio jumillano de Santa Ana del Monte.

Lo invitó a pasar para que bebiera agua el animal y el fraile le correspondió con el vino que había traído consigo de Jumilla para calentarse durante el viaje. Y con el fragor de la maquinaria como fondo empezaron a hablar. El fraile se presentó como fray Pascual del Santísimo Sacramento, hijo único nacido en un pequeño pueblo de la meseta castellana enclavado en la provincia de Soria. Le fue contando cómo comenzó a experimentar su vocación y cómo se sintió llamado a abrazar esta orden franciscana, pues era, según él, la que mejor hacía realidad la pobreza que predica Cristo en su evangelio. Le declaró con nostalgia que su vida estaba llena de avatares desde su tierna infancia, pues sus padres habían muerto pronto y él, con solo diez años, se había quedado sin nadie que le diera cobijo. Teodoro se conmovió y pensó que era realmente afortunado por tener junto a él a su mujer y a sus hijos, Pilar y Pepe.

Sin apenas darse cuenta, la claridad del día fue llegando y con ella la hora de partir hacia el convento, pero el fraile no pudo reprimir su curiosidad antes de marcharse y le pidió a su nuevo amigo que le enseñara su molino. Teodoro le aclaró que la construcción consistía en dos plantas y un semisótano, y que era en la planta baja donde pasaba la mayor parte del tiempo, puesto que era allí donde realizaba la limpieza del trigo y la molienda para la posterior obtención de la sémola y el salvado, con la ayuda de su hijo, José García Camacho, quien tras su fallecimiento se haría cargo del molino.

Fray Pascual se maravilló cuando supo que se trataba de un molino harinero alimentado por el agua de la acequia de la Andelma (un importante vestigio de la dominación islámica de Cieza) que, por un acueducto de bella mampostería de piedra, caía al semisótano donde estaban ubicadas sus muelas motrices.

Colmado del entusiasmo que mostraría un chiquillo ante su mayor tesoro, a Teodoro le brillaban los ojos mientras echaba la vista atrás y se recreaba por un momento en el recuerdo de aquella época en la que se hizo con la propiedad del molino, que se había convertido en su vida y su razón de ser. Tantos sudores, esfuerzos, contratiempos…los daba por bien empleados porque le habían permitido dedicarse a un trabajo que para él era un disfrute diario, que le hacía sentirse partícipe de que los ciezanos pudieran echarse a la boca el “pan nuestro de cada día”.

Y tras aquella grata visita, el fraile se dirigió hasta el convento donde rezó tres Aves Marías para que la Virgen velara por la salud del molinero.

 

 

 

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