Elena Sánchez reflexiona sobre las tendencias digitales en la infancia

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Si algo caracteriza a la infancia es cierta ignorancia, inocencia o conocimiento incierto respecto al mundo de los adultos; sobre todo respecto aquellos hechos más íntimamente relacionados con el origen de la vida y con la muerte. Son muchas las ocasiones en las que la curiosidad infantil nos pone en apuros y nos hace dudar a la hora de responder a las demandas de información. Si los adultos mantenemos esta ignorancia, incluso la favorecemos no desvelando siempre toda la verdad, o desvelando una verdad parcial que se aproxima a los hechos pero  esconde una parte, es porque intuimos que este desconocimiento temporal les proporciona una  protección frente a algunos aspectos de la realidad que debido a la inmadurez no son capaces de asimilar. Se podría decir que una parte de las labores que son propias de un padre o una madre, y también de las instituciones encargadas de velar por la infancia, consisten en hacer posibles las condiciones para que, durante un tiempo, aquel que corresponde al periodo infantil, niños y niñas queden al margen de aquellos aspectos de la realidad humana, que por el ímpetu de las pasiones que suscitan, exceden sus capacidades de comprensión y de respuesta.

En la ficción cinematográfica y en la vida real también, a poco que prestemos atención, encontramos multitud de situaciones, anécdotas e historias en las que observar de cerca  cómo los niños y las niñas son capaces de modelar sus propias experiencias, esto es, dotarlas de un sentido que se relaciona directamente con su historia y con sus deseos más íntimos, y no tanto con una lógica racional más propia de los adultos. El contexto natural en el que un niño puede dejarse arrastrar por los afectos más intensos y ponerlos a prueba, sin que la realidad le ocasione ningún daño, es la fantasía.

Si recordamos a Guido, el protagonista de La vida es bella, un film de 1997 que narra la historia de un judío y su familia, en la Italia de Mussolini primero, y más tarde, en el campo de concentración alemán al que son trasladados como prisioneros, comprobamos como este padre se vale precisamente de la fantasía, y de la mirada inocente y confiada de su hijo, para levantar una frágil barrera de protección que lo mantiene a salvo de conocer la verdad sobre el exterminio que los soldados alemanes llevan a cabo. La vida en un campo de concentración es vista como una difícil y desagradable aventura, aunque necesaria para conseguir el premio final tan anhelado por el pequeño Giosué. Un premio que los soldados y otros participantes pueden arrebatarle en cualquier momento.

Este padre de ficción no pretende únicamente asegurar la supervivencia física de su hijo. Habrían bastado el miedo y la coacción para prevenir cualquier acción, iniciativa o señal del niño que pusiera en peligro su vida. Sabemos que los niños responden ante el miedo: aumenta su nivel de vigilancia y reacción a los estímulos del entorno que escapan a su control. Si Guido recurre a la fantasía y al juego es porque pretende evitar además el impacto traumático que la exposición a la violencia, la crueldad y las condiciones de deshumanización tendrían en el psiquismo de un niño. Puede parecernos una solución esperable en un personaje como este, que no duda en apelar a la imaginación y a cierta ideación fantasiosa para encarar las situaciones más diversas de la vida, pero también es el recurso natural en la infancia para encajar las circunstancias adversas de la vida.

Pensemos en otro niño de ficción: Connor es el protagonista de Un monstruo viene a verme, un film mucho más reciente. Los peligros a los que el joven protagonista se tiene que enfrentar derivan de los sentimientos contradictorios a los que la enfermedad de su madre le aboca. Para superar la posible pérdida y la proximidad de la muerte, Connor es acompañado durante sus desvelos por un monstruo con el que dialoga, a través de las historias de ficción, sobre el bien y el mal, sobre la injusticia, sobre quienes merecen salvarse y sobre aquellas verdades que nos habitan y con las que tememos enfrentarnos. Es así como puede aproximarse al desamparo, al amor y al odio, a la esperanza y a la ingratitud, a la rabia y a la culpa, y conocer cuáles son los sentimientos y los conflictos a los que sus circunstancias familiares le enfrentan; aceptando, finalmente, un destino inevitable, pero con la suerte de no quedar dañado irremediablemente por la fatalidad.

Aún sabiendo de la importancia que tiene el desarrollo de la fantasía en la evolución de cualquier niño, cada vez parecen ser menos los espacios y el tiempo que queda a la libre disposición del pensamiento y la lógica infantil. En muchas ocasiones, acaban siendo desplazados por estímulos digitales que mantienen niveles de excitación elevados sin que exista la posibilidad de elaborar las experiencias con las que toman contacto a través de las imágenes. Pensemos, por ejemplo, en los video juegos de combate y en el ritmo rápido e incesante en el que las escenas violentas se suceden en la pantalla. Es evidente que la mayoría de jugadores en edad infantil son capaces de reconocer que las escenas que contemplan no se corresponden con su día a día, lo que no implica que estas queden emplazadas en el terreno de la fantasía, ni que la excitación que suscitan movilice la representación de escenarios imaginarios en los que explorar y representarse los afectos y conflictos propiamente humanos. Más bien al contrario, alejan de la fantasía al requerir únicamente de capacidades perceptivas y de respuestas rápidas y automatizadas para regular una excitación al compas de la acción compulsiva.

Es posible, y es algo que tal vez no deberíamos dejar de preguntarnos, que estemos empujando a las nuevas infancias digitales a un desierto de fantasía, y que las estemos alejando, de esta forma, de los recursos mentales y emocionales propios de esta etapa que les permitirían acceder a una buena regulación emocional.

 

 

 

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