Leo con asombro en La Opinión que más de cien mujeres en la Región han sufrido mutilación genital. Y que medio millar más están en riesgo de sufrirla. No importa, por lo visto, que estas mujeres jóvenes vivan en España, a miles de kilómetros de los países donde se practica. Las fronteras mentales se sobreponen casi siempre a las fronteras políticas. Y uno las arrastra adonde quiera que vaya. Así se explica, como denuncia la enfermera María del Mar Pastor y recoge la periodista Ana García, que pese a la distancia muchas familias sigan manteniendo esta “tradición”. Y que cualquier viaje o estancia vacacional en sus países de origen sea aprovechada para mutilar a sus hijas.
No hay peores barreras que las que levantamos a nuestro alrededor para encerrarnos en nuestra propia podredumbre. Casi siempre en nombre de ritos ancestrales oscuros o convencionalismos sociales inmutables, como en este caso. El testimonio de la modelo norteamericana, Waris Dirie, no por conocido es menos aterrador: «Cuando no era más alta que una cabra, mi madre me sujetó mientras una anciana me seccionaba el clítoris y la parte interna de la vagina, y cosía la herida. No dejó más que una minúscula abertura, del tamaño de la cabeza de una cerilla, para orinar y menstruar».
Pienso en la madre y en la anciana, esos ángeles exterminadores, imbuidas de una misión “sagrada”, prisioneras de una estructura social implacable, alentadas por una razón misteriosa y desconocida, y me pregunto por qué no podrán salir de esos muros imaginarios, mentales, que han levantado a su alrededor, cuando aparentemente no hay nada que se lo impida. “Nada” que no se sea nada más y nada menos que la monstruosidad de unos hombres que se resisten a perder la dominación que ejercen desde tiempos ancestrales sobre las mujeres. Hombres que se esconden tras falsas ideas de purificación para exteriorizar y justificar esa discriminación y esa violencia. La ablación es tan cruel e inhumana que concita todo nuestro repudio, por eso no será difícil sublevarse contra esa práctica en estas fechas en que se conmemora el Día Internacional Contra la Mutilación Genital Femenina. Pero hay otras formas de dominación mucho más sutiles sobre las mujeres que también deberían merecer todo nuestro rechazo. La desigualdad salarial y los salarios más bajos que perciben las trabajadoras en nuestras sociedades llamadas avanzadas son algunas de ellas.
Oigo con estupor por la radio que las autoridades de España y Marruecos han rescatado una veintena de cadáveres de inmigrantes a unas cuatro o cinco millas de la costa de Melilla, tras ser avistados flotando en el mar por un barco de pasajeros. Y ya van miles, decenas de miles. Eso después de oír que un joven concejal perteneciente al partido xenófobo Liga Norte disparó contra varios inmigrantes y luego se entregó a las autoridades tras hacer el saludo fascista y gritar «¡Viva Italia!».
El drama de la inmigración que no cesa, que desborda Europa. Que suma y sigue. Mientras nuestros gobernantes utilizan la política, ese “monstruo frío” que actúa amparándose en leyes que desoyen el sentimiento humano, sólo para impermeabilizar fronteras, para acotar la miseria, olvidándose de las causas que la generan. Aquí y allá, en Europa, se alzan alambradas, se construyen o refuerzan muros con cuchillas y se manifiesta hostilidad hacia el inmigrante. Se busca impedir por todos los medios que los nuevos parias de la tierra crucen este nuevo Rubicón que separa la esperanza del desaliento. Como si muros, vallas o cuchillas pudieran parar lo imparable: huir del hambre, de la miseria y querer una vida mejor.
Cuando todo debería conducir a erradicar la miseria a escala mundial, a ayudar a las personas de los países pobres a disponer de agua potable, alimentos, educación, sanidad o justicia, los poderosos se reúnen en Davos para constatar entre grandes frases lo obvio: que el mundo se enfrenta a los mismos retos para los que no se apuntan soluciones.
Pero cuidado con hacernos los sordos, nos advierte ese escritor del mestizaje que es Le Clézio, premio Nobel de Literatura en 2008. Cuidado con cerrar los ojos frente a tanta miseria. Cuidado con refugiarnos en la ilusa protección de nuestros ejércitos y nuestras leyes como si viviéramos en una especie de isla perfecta, inaccesible, desde la que pudiéramos ver desde lejos, con la mirada cruel de un entomólogo, a los habitantes de esas orillas devastadas debatirse y ahogarse en su desgracia.
Y sobre todo, cuidado con levantar, unos y otros, los que vienen y los que estamos, nuestras propias fronteras mentales de exclusión, más injustas, si cabe, que las fronteras políticas.