La democracia, por Vergara Parra

Democracia

Los hechos, por su testarudez y transparencia, resultan de lo más pedagógico. Reconozco el esfuerzo de nuestros políticos por alejarnos de la res pública. En esto son realmente buenos. Salvo idílicos y fugaces momentos, llevan lustros reuniendo deméritos no menores.

La igualdad de todos los ciudadanos ante la Ley constituye la piedra angular de la democracia. Como sabiamente nos recordó el eminente humanista Alonso Ortega Carmona (Águilas 1929, Alemania 2018), el derecho al voto, el derecho a ejercer el poder público con los honores debidos y el derecho a expresar la propia opinión sin coacción ni censura previa conforman las tres prerrogativas capitales sin cuyo pleno y efectivo ejercicio no es posible hallar democracia alguna.

Sé bien que el verbo, vigoroso y libre, suscita hilaridad, cuando no desprecio, entre quienes mecen la cuna. Mas yo, que para mi infortunio soy un romántico irreductible, sigo creyendo en la arrolladora fuerza de la palabra.  No sólo en su utilidad sino en su apremio, dadas las circunstancias. El derecho al voto, cuya conquista causó sangre, sudor y lágrimas, es tan sagrado como miserable su ulterior profanación. Duele decirlo pero, salvo honrosas excepciones, los partidos políticos se han convertido en sociedades mercantiles donde el bien común ha sido desplazado por un interés societario.

La decadencia ética de nuestra sociedad y, por inclusión, de la política es evidente. Las crisis económicas, que cuentan entre sus damnificados a los más vulnerables, son graves pero afortunadamente cíclicas. Pero este relativismo moral ha venido para quedarse. Siempre me fascinó el pensamiento de Francisco Suárez (Granada 1548, Lisboa 1617); justamente reconocido como el jesuita de mayor relieve mundial en los campos del Derecho Natural y el Derecho de Gentes, sin olvidar sus aportaciones a la filosofía y a la teología. Suárez escribió esto:

La comunidad política es libre por derecho natural y no está sujeta a ningún hombre fuera de ella, sino que ella misma en su totalidad tiene el poder político que es democrático mientras no se cambie.

Una aportación extraordinaria para el tiempo que le tocó vivir. Un categórico e intemporal aviso a cesaristas, dictadores, reyezuelos y válidos y demás  navegantes despistados.

Habrá quienes crean en el Derecho como una mera concertación de principios y preceptos en unas determinadas coordenadas de espacio-tiempo, coadyuvadas por las circunstancias orteguianas que, en efecto, esculpen nuestra realidad como el cincel la piedra. Pero el Derecho es o debiera ser mucho más que eso.

Hay un bien primigenio y supremo que hemos de buscar con ahínco, con una perseverancia indiferente al desaliento. La libertad y el libre albedrío nos fueron concedidos para construir un mundo mejor. El derecho natural siempre estuvo ahí aunque nosotros, como quienes nos precedieron, le mostramos demasiadas veces la espalda.

En el campo de la ciencia política, la democracia fue la más elevada y suprema conquista del hombre. Ayer, hoy y mañana habremos de enfrentarnos a los enemigos de la libertad.  No en vano, aquella junto a la utopía son los mejores antídotos contra la más perversa y eficaz estrategia de persuasión conocida: el miedo. En tiempos pretéritos, los oponentes iban de frente, sin ambages. La sutileza de los actuales oligarcas les hace especialmente peligrosos.

Democracia, Derecho, Palabra y Verdad son los cuatro puntos cardinales de mi pensamiento político. Creo en una democracia representativa pero también participativa. El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo es un hito mayúsculo y hermoso que debe superar el mero formalismo para convertirse en una realidad sustantiva. El Derecho no sólo debe germinar de la voluntad popular adecuadamente constituida sino que, además, debe atenerse a las reglas del juego previamente convenidas. La ley ha de ser legítima pero también justa. Y, en efecto, la Ley está llamada a cumplirse en tanto que no sea abolida o reformada por el sujeto político competente y por el cauce establecido al efecto.

No debe ser casualidad que la primera democracia europea, de la Atenas del siglo VI a.C., nació casi a la par que el arte de hablar en público. Sin un debate previo, sin confrontación de ideas en condiciones de igualdad o sin una verdadera deliberación, no es posible esclarecer el bien común y, por ende, no puede haber una democracia real. La retórica (nacida en la Sicilia del sigo V a.C.) suministra normas para persuadir con el lenguaje. Conviene reseñar, porque es importante, que el advenimiento de la retórica responde a un acontecimiento de naturaleza política; el derrocamiento del gobierno autocrático de Siracusa y Gela y la subsiguiente instauración de un régimen republicano. Tampoco debe extrañarnos que el auge de la retórica coincida con la Sofística, justamente llamada Primera Ilustración Europea. Si la dialéctica es el arte de conversar, la retórica sería la capacidad de deleitar, conmover o suscitar adhesiones por el lenguaje escrito o hablado.

Si en verdad queremos huir de la caverna, si de veras queremos zafarnos de las sombras y acostumbrar nuestra mirada a la luz del sol, entonces, definitivamente, la democracia, el derecho y la palabra deben servir a un único señor; la verdad. Nos hallamos en una encrucijada. ¿Qué vendría a ser la verdad? Las mentes más brillantes de la teología o la filosofía dedicaron sus vidas a su búsqueda. Una prospección intelectual que perdura hasta nuestros días y que promete perpetuarse hasta el fin de los tiempos.

Desde la más radical humildad, permítanme explicitar algunas ideas al respecto. La consciencia sería el baluarte de la libertad pero ésta, la libertad, solo alcanzaría plenitud de liberar nuestro espíritu. De no ser así, la libertad no sería más que una liberalidad arrojada al estercolero. Pero la consciencia es falible, pues no todos la tienen y en muchos flaquea.

La verdad sería como un poliedro donde la humildad, la honradez, la honestidad, el honor, el rigor, la sinceridad, el amor, el respeto, la empatía, la mansedumbre, la solidaridad y la fidelidad serían algunas de sus caras. Caras con aristas que son percibidas de forma dispar. Luego si la conciencia es falible y la verdad controvertible, ¿dónde estaría la verdad genuina y pura? Me temo que no pasará un solo día sin que nos hagamos esa pregunta. Buscarla con el corazón limpio y espíritu humilde sí está en nuestras manos.

Descenderé, por un instante, al detalle prosaico aunque ilustrativo. El coste de la electricidad, de los carburantes o la mercantilización de la educación, verbigracia, son indicios de que parte de la soberanía nacional abandonó la Carrera de San Jerónimo para acomodarse en céntricos despachos con vistas. ¿Recuerdan el llamado impuesto al sol? ¡Cómo olvidar aquél intento de conferir el registro civil a los registros de la propiedad! En tiempos de vino y rosas, no recuerdo haber recibido dividendos de los registradores; ¿y ustedes? ¿Para cuándo una exacción fiscal a quienes llenan sus aljibes con agua de lluvia? Por lo que más quieran, no lo tomen como una idea. Sólo es sarcasmo y desahogo que, de momento, no tributan.

España se enfrenta a retos de una importancia capital para el presente y futuro de los españoles: los nacionalismos vasco y catalán, la supervivencia y estabilidad del sistema de pensiones y de la sanidad y educación públicas, la política energética e hidrológica, la política industrial, el empleo, la organización territorial del Estado o las comunicaciones; por citar algunos ejemplos.

No es posible abordar con éxito estos y otros desafíos desde las trincheras ideológicas, la falsedad, la demagogia o la propaganda. Los partidos políticos deben volver a ser una herramienta útil al servicio del pueblo. La palabra, la retórica y la dialéctica, en sus más sublimes acepciones, deben volver al foro con celeridad.  La búsqueda colectiva y honesta de la verdad debe guiar las mentes y corazones de sus señorías, porque no hay mayor dignidad que representar al Pueblo ni mayor felonía que abandonar a su suerte a la España humilde y anchurosa.

 

 

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