La historia de Percy y Mary Shelley, por Pepe Belló

Vida, amor y muerte

Parecía que Hernández hablaba sobre Percy y Mary Shelley cuando escribió lo de “vengo con tres heridas, la de la vida, la del amor y la de la muerte”. Aunque ciertamente podría estar hablando de la humanidad en general, ellos lo representaron al máximo exponente. Por eso sus vidas y las de sus coetáneos nos dieron una de las etapas más culminantes dentro de la historia del arte. Ambos entendían las relaciones de una manera abierta, rechazando los dogmas que se imponían a finales del siglo XVIII y el matrimonio en sí. Siempre son necesarias influencias para sostener tus valores, y el combo genético de Mary no era nada desdeñable. Su padre era William Godwin, uno de los precursores del anarquismo, y su madre Mary Wollstonecraft, quien con Vindicaciones de los derechos de la mujer comenzó a expandir la loca idea de que las mujeres debían tener los mismos derechos que los hombres, creando así uno de las “biblias” del feminismo.

Siendo alumno de William fue cuando Percy se enamoró de su hija Mary. Y, desde entonces, no comprenderían otra vida que no fuese de protesta contra las clases altas, de cuestionamiento de los roles sociales y de un amor libre que parecían enarbolar más por idealismo que por convencimiento. Vida, amor y muerte, tres puntos clave. Mary los conoció la primera, su madre murió al poco de dar a luz, y a su tumba iba a escribir, a inspirarse, a hablar con ella. El escondrijo al que llevaba a Percy, “el cementerio, con la tumba sagrada, fue el primer sitio donde el amor brilló en tus ojos. Nos encontraremos de nuevo (…). Un día vamos a unirnos” narraba años después de la muerte de su esposo. Entre medias, perdió a dos hijos, a una hija, a su hermana, y a la exmujer de Percy. Excesivos adioses.

La ceremonia de los adioses, el libro que Simone de Beauvoir le escribió a Sartre después de su muerte. Fueron quienes cogieron el testigo de dos mentes reivindicativas, supremas e ingobernables que unieron sus vidas en un tipo de relación totalmente cuestionada por todo su alrededor. De Beauvoir se desvaneció durante el entierro, y pasó unas semanas en el hospital sin ser capaz realmente de comprender su vida. Solo cuando comenzó a escribir y a recordar pudo ir recomponiendo sus pedazos.

¿Para qué sirve escribir si no es para recomponer tus pedazos y poder entender tu paso por la vida? En su agonía, desesperación y soledad, Mary Shelley fue lo que empezó a hacer. Pedazos que creía muertos y quería devolver a la vida. Una noche de verano de 1816, en casa de Lord Byron empezó la historia. Se retaron a un desafío literario y de ahí salió una de las novelas más famosas en lengua inglesa: ‘Frankenstein’. Anclada profundamente en la cultura occidental, se ha convertido en una de las máximas expresiones del sentimiento de abandono, de soledad, de rechazo, de sentir un desencaje con todo lo que te rodea. Desafío en el que también participó John William Polidori, quien inspirado por Byron, dio vida en su ‘El vampiro’ al arquetipo que tenemos actualmente, un ser que absorbe la energía de las demás personas, atrayente, atractivo, elegante y arrollador.

Y es que Lord Byron era su propio personaje, el héroe byroniano. Todas las estrellas del rock y superhéroes de Marvel le deben el haber existido. En las Cámaras de los Lores de Inglaterra acudía a defender al pueblo por la rápida industrialización del país, que precarizaba a las clases bajas todavía más, si es que era posible. Y en un último alarde de héroe, marchó a Grecia a comandar una legión que consiguiese la independencia sobre Turquía con “la idea de poder liberar de la servidumbre a los descendientes de Sófocles y de Platón”.

Platón como el inicio de todo. No se podría entender al romanticismo, a toda esta generación, sin su mirada sobre el amor. El idealismo que les llevaba intentar conocer una forma más pura de amarse, el idealismo del amor platónico, no tal y como la gente cree que es, alguien imposible de alcanzar, sino la motivación que nos lleva a encontrar la belleza en sí. Un amor fuera del tiempo, conocer a una persona eternamente, saber del ella, emocional, intelectual y espiritualmente. El alma. Representada constantemente por una parte del cuerpo en especial, cuando nos preguntan quienes somos, nos señalamos el corazón.

El corazón fue una de las pocas partes de Shelley que no llegaron a quemarse en su crematorio en una playa de las costas italianas. El mar desguazó las alas blancas de su barca en un levante estival. Byron no pudo seguir mirando y se lanzó al agua a que limpiase sus depresiones. Puro simbolismo siempre. Como el del corazón a medio arder del poeta, que entregaron a Mary Shelley, quién lo conservó durante toda su vida. Y como Simone de Beauvoir, se dedicó a propagar la obra y vida de su amado. Sabiendo que la memoria después de la muerte es lo que hace permanecer con vida al amor.

“Yo nunca fui el atardecer de ningún Paraíso, sino la criatura humana bendecida por la compañía y el amor de un espíritu elemental, un ángel quien prisionero en su carne, no pudo adaptarse a su vasija de barro y así ha volado y la ha dejado”.

Mary tras la muerte de Percy.

 

 

 

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