La Pasión según Carrillo, por María Parra

Querido, lector:

aquí estoy, como privilegiado promontorio, observando la vida de Cieza durante siglos y siglos. No se me ha escapado nada de todo lo que ha ocurrido en este pueblo y en este valle. Desde aquí, entre el río y el cielo, entre la florida huerta y las estrellas, oteo el devenir de la vida y de las vidas de tantos hombres y mujeres que aquí han visto la primera luz, aquí han jugado en su alegre niñez, aquí han sentido ese primer amor adolescente, aquí han disfrutado de su juventud, aquí han exprimido su madurez y aquí se han despedido de este mundo.

Hombres y mujeres durante generaciones y generaciones han desenvuelto sus vidas entre estas calles que miro desde arriba, entre estos rincones y plazas de las que soy un privilegiado espectador.

La mayoría de estos ciezanos han llevado una existencia anónima, casi desapercibida, pero siempre trabajando, aunque su esfuerzo no haya tenido un especial y popular reconocimiento. Gente cuyo nombre ha caído en el olvido, aunque hayan llevado una vida de sacrificio y de intenso trabajo.

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Pero ha habido otros que han dejado unan huella especial y que son recordados con el nombre de alguna calle o plaza o con su inclusión en algún libro o con algún homenaje popular. Son escultores, pintores, escritores, músicos… que, con la valía de su obra, han inmortalizado el nombre de este pueblo. A todos los he podido contemplar en plena faena y yo misma, desde aquí arriba, me he quedado impresionada de su buen hacer.

He divisado gozosa la labor del maestro Manuel Juan Carrillo Marco, viéndolo practicar las dos grandes aficiones de su vida, esculpir y tocar el clarinete. Y he captado su personalidad de hombre bueno y sencillo, a pesar de su valía artística de la que nunca se jactaba, y por todo eso era querido por todos los que lo conocieron en vida. Lo vi en su taller día a día trabajando con la gubia para modelar el paso de la Entrada de Jesús en Jerusalén, con la que los ciezanos realzan esos Domingos de Ramos luminosos, que abren la brillante Semana Santa ciezana. Cada golpe en la madera era como una de esas caricias de la mano de la madre en la piel de su recién nacido.

Estas últimas semanas todos andan muy nerviosos, la primavera de mitad del siglo XX ha llegado cargada de lluvias, precisamente cuando han comenzado los preparativos para la semana de Pasión. En esta tierra nuestra, siempre necesitada de ese manjar de las nubes, es costumbre mirar al cielo en busca de señales de lluvia. Pero durante estos días es más bien un castigo que una bendición. Parece que el maestro también anda algo aturdido, apenas está durmiendo durante estos días y trasnocha mientras se recrea en el olor a tierra mojada para terminar de tallar los pies del Cristo del Santo Sepulcro.

Todavía están calientes, como maltrecho penitente sus heridas sangran, los ángeles lo amparan mientras yace agonizante. Apenas el maestro puede sostener su mirada, es demasiado el dolor el que alberga en su rostro el Hijo de Dios ajusticiado como a un ladrón, pero sin embargo reina en él la paz del perdón. A Carrillo le es imposible contener las lágrimas, siente cómo se va agotando su pulso mientras el cincel termina de marcar sus costillas magulladas. No.  No le es fácil al maestro tallar el dolor del Maestro. Cuesta mucho expresar el dolor a través de la madera, conseguir con el cincel las muecas de desgarro y de desolación que aún quedarían impresas en el rostro de Cristo tras la experiencia tan traumática de la cruz. Es mucho más sencillo hacerlo con palabras, lo tienen mejor los poetas. Es más moldeable la lengua que la madera, se deja hacer mucho más. Pero Carrillo trabaja con la madera y tiene que medir bien el  alcance de cada uno de sus “pellizcos” para conseguir que, cuando salga a la calle ese Cristo, sea objeto de admiración y de arrepentimiento al mismo tiempo. No se conforma el artista con que sus paisanos realcen la belleza de esta imagen cuando llegue el momento de desfilar por ese recorrido entrañable; el artista quiere más, pretende que, en esa noche tan honda  en sentimientos, cada ciezano o ciezana reflexione, medite, haga un repaso de su vida, confrontándola con el sufrimiento de ese Cristo que yace solemne y dolorido. Esa será su mejor recompensa para Carrillo, el llamar a sus paisanos a ese cambio de vida que debe acarrear cada Semana Santa pero que, como decía Lope en un soneto, siempre dejamos para mañana.

Mientras va tallando la madera dolorida con sus dedos sabios, desde mi Atalaya, contemplo cómo se va esmerando el maestro en el rostro, cómo acaricia la madera para que ese Cristo transmita en las calles el sentimiento que le embarga por dentro. Y cómo se detiene en cada golpe a la madera y mira y se remira. Y nunca se queda totalmente satisfecho. Antes que él han sido muchos los escultores que han reflejado esta escena, algunos de fama universal. Y él aquí, en este rincón junto al Segura, en un valle de ensueño, pretendiendo estar a su altura. Pero, con la obra ya acabada, mirando a los ojos frente a frente a ese Cristo recostado, siente que ha merecido la pena tanto tiempo, preocupación y sufrimiento.

Es Viernes Santo, la luna llena en el cielo ya contempla el especial momento en que el desfile comienza para ser catequesis viva en todo el pueblo. El Santo Sepulcro del escultor tan querido ya está en la calle, produciendo sorpresa y admiración en todos. Carrillo sigue vivo.

 

 

 

 

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