La paz y el imperio de la ley, por José Antonio Vergara Parra

Paz

Tranquilidad y buenos alimentos, que decían los sabios de toda la vida. ¡Qué razón llevaban los judíos!  De las cosas del comer me ocuparé otro día; hablemos hoy del sosiego.

Les anticipo que seré políticamente incorrecto; es decir, diré la verdad, al menos la mía, que es esquiva pero tenaz. En este, como en otros trasuntos, la opinión publicada y el credo imperante hacen lo de costumbre; nada, salvo marear la perdiz y obviar el problema. Mientras tanto, la gente normal, que residen en barrios normales y viven de una manera normal, padecen en sus carnes y haciendas las nefastas consecuencias de la inacción más hiriente.

Nadie está a salvo. Hurtos, robos, violaciones, allanamientos, asesinatos y un largo etcétera de delitos quebrantan la paz de nuestros hogares. Imagino que hay mil y una razones para delinquir pero por ninguna de ellas se nos puede inculpar a los demás. La maldad existe, ya lo creo que sí, y debe ser combatida. En espera del juicio divino, haríamos bien en preservar la paz de nuestros pueblos y ciudades porque los lobos siempre han olfateado la debilidad de la presa y lo idóneo del terreno para emprender sus ataques. Resultan chocantes, por no proveerme de otro epíteto menos educado, las especulaciones buenistas y cándidas de quienes, por morar en delicadas burbujas, nunca han sufrido el martirio de las bestias.

No lo dirán ellos pero lo diré yo. Nuestras fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado están hasta las mismísimas narices de perseguir a los malos y ponerlos a disposición del juez para que después, cuatro leguleyos y una legislación indolente, los pongan de patitas en la calle en un santiamén. ¿Para ese viaje esas alforjas?

Deben sentirse exhaustos de contar a sus jefecillos políticos el panorama y que éstos, más preocupados por los titulares que por la gente, miren para otro lado. De sobra sé que el derecho penal jamás acabará con el delito pero la resignación no es una opción barajable.

Es urgente, decididamente urgente, que la Ley y el engranaje dispuesto por el Estado infundan temor entre los malos y apacigüen a los mansos pues el bien debe ser recompensado y el mal reprendido. No elegimos las circunstancias orteguianas pero nuestro libre albedrío a nosotros pertenece y a nadie más. Los actos tienen consecuencias y conviene saberlo cuanto antes.

La pena tiene dos objetivos esenciales; la expiación y la rehabilitación. Que cada penado elija su camino y asuma las consecuencias de su acertada o errónea elección. Pero la sociedad real y decente, que es la que a mí me importa, no puede soportar por más tiempo tan manifiesta impunidad.

Los delincuentes de cuello blanco devolverán hasta el último céntimo de euro de lo distraído o no volverán a ver la luz. Hasta sus áureas piezas dentales les serán embargadas. El dinero público es sagrado y deberán pensarse muy mucho coger lo que no es suyo. Si de mí dependiera, borraría de un plumazo la nauseabunda sonrisa etrusca de estos perfectos sinvergüenzas.

Violadores, asesinos, proxenetas, traficantes, pederastas, terroristas y demás canallas pagarán muy caras sus vilezas; tanto que principiantes y experimentados se lo pensarán dos veces antes de actuar o reincidir. Lo lamento. Debe ser duro estar entre barrotes pero debe serlo infinitamente más enterrar a un hijo al que alguna alimaña le arrebató su vida y sus sueños.

¿Venganza? Llámenlo como quieran. Justicia, respeto a la Ley y a nuestras fuerzas y cuerpos de orden público es lo que yo exijo.

El conocido juicio del procés ha quedado visto para sentencia. El incumplimiento de la ley y el desacato a las sentencias judiciales ha sido público, notorio, chulesco, desvergonzado, palmario, evidente, irrefutable y cínico. Unos, por desconocimiento, otros, por malicia, dicen que ha sido un juicio político y que la democracia ha sido vilipendiada.

Pamplinas. El imperio de la Ley y la democracia son la misma cosa. La Ley es la expresión de la voluntad popular y ningún fin, por noble que sea, puede blanquear a los tramposos. Por la misma que razón que tampoco puede claudicar ante la barbarie.

 

 

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