Editorial

LA LEY, LA REALIDAD PARALELA Y EL DIÁLOGO

Los acontecimientos que se han producido esta pasada semana nos han abocado a una situación insólita en la historia democrática de España. La declaración unilateral de independencia del Govern catalan, camuflada o no, nos sitúa en la órbita de un panorama político totalmente desconocido hasta la fecha.

La aplicación del artículo 155 de la Constitución Española descabeza al ejecutivo catalán, que ha invocado a la resistencia pacífica al conjunto de la ciudadanía de Cataluña. Prosigue, por tanto, la huida hacia adelante de los independentistas que los arrastra a un callejón sin salida.

Probablemente, no se debía haber llegado a esta situación, que no es deseable para nadie. Ambos interlocutores, tanto el gobierno español como el catalán, han impedido el diálogo, la solución sin enfrentamiento y, lo más importante, sin ocasionar fractura social en Cataluña. Quizás guiados por intereses políticos, tanto de rédito electoral como para que la opinión pública no valore los casos de corrupción que salpicaban a ambos bandos, se han bloqueado a sí mismos y mantienen un pulso que ha desembocada en la aplicación del 155.

La ausencia de diálogo no debe ser óbice para las actuaciones que han llevado a término desde el Govern. Las leyes se pueden cambiar empleando los mecanismos democráticos que tiene el sistema. No es de recibo que los independentistas catalanes hayan obviado, en función de sus intereses, la Constitución Española, el Reglamento del Parlament (para silenciar a la oposición), el Estatuto de Autonomía de Cataluña e, incluso, su propia Ley de Transitoriedad. Todo un despropósito. Las leyes si no nos gustan se intentan cambiar democráticamente pero no saltándoselas ‘a la torera’ pues entonces desembocaríamos en ‘el salvaje Oeste’. Y tampoco nos debe dar miedo ‘abrir el melón de la Constitución’. Ya se ha producido con carácter importante en dos ocasiones. Una para modificar el artículo 135 por el que PP y PSOE pactaron para que el pago de la deuda pública fuese lo primero a pagar frente a cualquier otro gasto del Estado en los presupuestos generales, sin enmienda o modificación posible. La otra, para modificar la cadena sucesoria en el trono y que en un futuro pueda reinar la infanta. También se realiza en EEUU, tan ejemplarizado por nuestros políticos en otros aspectos, donde la Constitución ha sido enmendada en 27 ocasiones desde su creación lo que permite la modificación constitucional para adecuarla a los tiempos actuales de cada momento.

Pero todo ello desde el consenso y el diálogo, no de manera unilateral y, por tanto, sin tener en cuenta a la otra parte. Imaginemos por un momento que aceptamos los resultados del referéndum ilegal (donde se podía votar varias veces, con urnas en las calles y sin ninguna garantía democrática, superando la realidad de cualquier república bananera y que por ello no han obtenido ningún respaldo internacional). Como decimos, imaginemos que los resultados se dan por buenos. ¿Qué legitimidad tiene el Govern para declarar la independencia? ¿La que le otorga el 37% del censo electoral, que fue el que votó? ¿Qué hacemos con el 63% de la población catalana que no ha intervenido en la votación? El independentismo se mirado en Quebec y Escocia (que, por cierto, tampoco les reconocen) sin detenerse a pensar que los referéndums que se celebraron en esas regiones eran legales y pactados. Y al igual que para aprobar las leyes más importantes del Estado no vale una mayoría simple, para obtener una independencia debería exigirse que un 65% o un 70% de los votos fueran favorables. Por lo menos dos tercios de la población. Porque para tomar una decisión de este calado no se puede tener a la mitad de la población en contra. Para eso es mejor mantener el estatus actual sino habría que atenerse a los graves conflictos que surgirían.

Rajoy, como buen gallego, ha sido paciente y se ha aferrado a su ‘clásica política’. Es decir, dejar que los problemas se diluyan o se solucionen solos. Y ha vuelto a demostrar su incompetencia para llevar los mandos de España. Pues el independentismo catalán ha ido creciendo en la afrenta propagada por su ‘voceros’. Y es la cerrajón y la dejadez las causas de que el problema catalán se haya enquistado. Según la última encuesta de Metroscopia publicada en el diario El País, un 44% de los catalanes votarían favorables a la independencia, pero esa cifra se reduce al 29% en caso de que se incluyese una vía que reformase la Constitución para mejorar la situación de Cataluña. Aquí es, precisamente, donde el gobierno español debe frenar la desafección de parte de la ciudadanía catalana. Porque la falta de diálogo puede hacer aumentar el número, ya amplio, de independentistas.

Esperamos que el artículo 155 pase por Cataluña con el menor daño posible para la sociedad catalana, que se celebren las anunciadas elecciones (no las que convoca el independentismo instalado en una realidad paralela) y se obtengan nuevos interlocutores capaces de ofrecer a los ciudadanos lo que desean: calma, legalidad y diálogo. Y decimos nuevos interlocutores porque Puigdemont, Junqueras y compañía no son ni válidos ni democráticos. Ellos deberán rendir cuentas ante la justicia de la forma que ésta lo determine, ya se de manera administrativa, penal o una simbiosis de ambas. Deseamos que a partir de ahora Rajoy no escuche a las voces más conservadoras de su partido y se preste al diálogo. Porque todos los nacionalismos son excluyentes: el catalán se quiere imponer sin tener en consideración a aquellos que se sienten tanto catalanes como españoles, y el nacionalismo español no reconoce la diversidad y pluralidad del conjunto de pueblos que se engloban en España.

Estamos en un momento crucial para revertir la situación y la fractura generada en Cataluña. Es el momento de la legalidad, de la supresión de las realidades paralelas y del diálogo. Porque no concebimos una Cataluña sin España ni una España sin Cataluña. Las urnas hablarán y nuestros gobernantes deben hacerlo también.

 

 

 

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