Los problemas educativos, por María Bernal

Hasta aquí

¿Saben qué supone entrar en un aula para impartir clase a jóvenes de 15 años? ¿Saben lo que un docente siente cuando lo vacilan estos chiquillos, que son conscientes de que su actitud no forma parte de la niñez, sino de los derechos que tienen y de los deberes a los que les hacen caso omiso?

Asistimos a un siglo en el que la vida se está complicando demasiado, pero no por los progresos de la modernidad (que en ese sentido deberíamos jugar con ventaja respecto a siglos anteriores), sino porque nos hemos vuelto sumamente idiotas a la hora de educar (un verbo que ha perdido por completo su significado) ya que mientras creemos estar haciéndolo del todo bien, estamos obviando el cimiento que debemos asegurar desde que nacen: los valores. 

Y es que el afán de querer ser las burbujas protectoras e irrompibles de los cachorros de nuestra manada está consiguiendo que todo se vaya a la mierda. Así de triste.

Una época en la que, mientras todo está permitido(desde relaciones a edades muy pero que muy tempranas, pasando por el hacer lo que me salga de las pelotas, llevar el último smartphone, beber y fumar fin de semana sí, fin de semana también hasta dominar y controlar al os  propios padres), se echan entonces las manos a la cabeza, como si un crimen se hubiera cometido , cuando la escuela prepara una actividad con el fin de ayudar, formar y advertir a los jóvenes de qué es la vida y cuál es el camino correcto que deben recorrer para ser personas, ya que , lamentablemente, papá y mamá no siempre van a estar ahí para sacarnos las castañas del fuego toda la vida.

Y es que desde principio de curso, los docentes de algunas comunidades se enfrentan a la estúpida medida, en mi opinión, de consultar con los padres (información y autorización) todas aquellas actividades (charlas, talleres etc) para que ellos decidan si su baby participa o no en dicha actividad.

Y es que, de pronto, ha surgido de la nada un miedo paranoico de presentir que, a través de dichas actividades, les lavan el cerebro a los hijos, y ¡claro!, “a mi hijo lo educo yo”.

Y resulta paradójico que tal miedo proviene principalmente de esas personas que sí se dedican a adoctrinar a través de unos ideales que respeto, pero que no comparto por tener tintes opresivos, que a mi parecer, limitan en parte ese derecho a elegir,  el cual ellos demandan en Educación. Ya escribí sobre este tema (el de adoctrinar) en un artículo anterior. Por eso, quiero centrarme en la importancia de dejar al profesorado que haga su trabajo, sin que se añadan dosis de ideologías políticas desde las distintas administraciones, ya que ellos no están en un aula seis horas al día para comprobar cuáles son las verdaderas necesidades de los alumnos.

Trabajar una actividad en la escuela o en el instituto no debe ser considerada como la acción de obligar, yo prefiero llamarla la acción de educar, que es a lo que se dedican los profesores, los que realmente saben los problemas que tienen los adolescentes, porque los escuchan, los aconsejan y siguiendo un criterio ético, siempre para formarlos desde el punto de vista de la autosuficiencia y de la competencia. Si a esto le añadimos el afán de algunos profesores para que sus pupilos sean personas buenas, respetuosas y educadas, estoy segura de que toda actividad que elijan no tendrá como objetivo el adoctrinamiento, sino el enriquecimiento personal por el cual tanto luchan los docentes, a pesar de las puñeteras trabas que el sistema impone, y que no se preocupa por solucionarlas.

Sin embargo, y después de lo que ha sucedido en un instituto de Baena, en Córdoba, donde el tutor de un grupo de segundo de la ESO ha sido denunciado por unos padres con motivo de la celebración de una actividad organizada por el centro sobre la violencia de género, es comprensible que el profesorado diga: hasta aquí. Hasta aquí porque están hasta las narices de que se cuestione cada movimiento y cada actuación de la práctica docente, bien por parte de la inspección, bien por parte de los padres. Hasta aquí, porque entre la obsesión de algunos padres de que los hijos no tienen que trabajar tanto, entre el miedo al adoctrinamiento y las medidas de los gobernantes, que en lugar de ayudar a labrar un camino que nos lleve a una educación pública de calidad, lo único que están consiguiendo es que los profesores empiecen a desmotivarse, porque los verdaderos adoctrinados del sector son ellos. Hasta aquí porque es inadmisible que la absurda e inservible carga burocrática los machaque constantemente (que sepan que ante esto, los únicos perjudicados son sus hijos). Hasta aquí, porque hay que tener un pensamiento muy sucio como para llevar a un profesor a los juzgados por una gilipollez tan simple como la sucedida en Córdoba. Y es que, como cualquier realidad, esta también tiene su punto originario.

Lo que no puede ser es que haya partidarios de cambiar el nombre a una ley. ¿Pero qué ocurrencia es esa? A mí que más me da que se llame Pepe o Elena. A mí lo que verdaderamente me importa, me preocupa y me agobia es que Pepe o Elena tengan un peso mayor de la ley en caso de que cometan una fechoría. Pero el nombre quizá sea lo menos urgente. Porque urge que una ley dicte que él o la que la haga, que la pague, pero sin rebajas de condena, ni grados de mejora; que la pague y, que si han conseguido arrebatarles la vida a una persona, que sean entonces ellos condenados para no ver jamás la luz del sol.

Esto sí es inminente. Pero que unos padres denuncien a ese profesor que tal vez haya preparado la actividad con el fin de concienciar a hombres y mujeres, me parece una auténtica bajeza moral, y ¿saben por qué? Porque mientras al hijo no le va a pasar nada, ese profesor, víctima de los idiotas de turno, llevará esa huella en el expediente hasta el fin de sus días.

Muchos pensarán que antes de opinar hay que escuchar las dos versiones, pero esta semana opino desde la experiencia, y me atrevería a decir que una mano negra es la que ha propiciado el menosprecio de una profesión tan increíble como es la del profesor.

Ojalá la justicia sea sabia y empiece a escribir un capítulo de esperanza para todas las personas que se ven sometidas a pasar por circunstancias como estas, e incluso peores. Eso sí que hay que cambiarlo. A fin de cuentas, cambiar el nombre de una ley no asegura que vayan a cesar las atrocidades que se cometen con las personas.

Menos demagogia  y más acción. A fin de cuentas, en este mundo perturbado solo nos duele cuando la mano de la justicia se endurece y castiga a los verdugos para que descansen en paz las víctimas. Por tanto, lo demás está de más.

 

 

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