Propositum

Antonio-Balsalobre-cronicas-siyasaA veces, y por fortuna, sentimos el impulso de un cierto renacimiento. Desempolvamos promesas incumplidas o nos proponemos nuevas metas. No es mala idea del todo. Ocurre, por lo común, que nuestras bienintencionadas expectativas suelen verse truncadas; bien porque la voluntad y la perseverancia nos son esquivas o porque nuestros propósitos fueron desproporcionados. Confieso que en esto, como en otras muchas cosas, no soy ninguna excepción. Si me lo permiten, quisiera compartir con ustedes un par de aspiraciones personales. La primera es seguir escribiendo pues, de no hacerlo, algo o mucho fenecería en mi. La segunda va indisolublemente unida a la primera y constituye la esencia de esta reflexión. Verán.

La vida no es más que un colosal teatro. De un lado, los espectadores; de otro, los actores y, por último, quienes se ocultan entre bambalinas.  Los primeros pagan por la función y, en consecuencia, se han ganado el derecho a  emitir un veredicto. Los segundos son los aparentes protagonistas de una trama cada vez más fiscalizada por los terceros en discordia. Los figurantes deben someterse a un guión ya escrito y, por si fuera poco, al escrutinio de la crítica especializada.

Cuando alguien, libremente, desarrolla una tarea con marcado carácter público debe asumir el riesgo al que es expone. Nada malo hay en ello. El problema radica en que, con demasiada frecuencia,  desnaturalizamos e incluso pervertimos los derechos de crítica u opinión. Poco importa que el juicio se haga en las ondas, en un diario o en la barra de un bar. Aceptemos, porque es enteramente cierto, que tendemos a  confundir el todo por una parte, que nuestras apreciaciones suelen estar faltas de imparcialidad y veracidad y que olvidamos nuestras propias miserias. Dicen que la pluma es más fuerte que la espada. No lo sé con certeza. Lo que sí sé es que las palabras pueden causar un dolor lacerante; tanto que, a menudo, se quedan grabadas a fuego en nuestras entrañas.

Nuestras opiniones, valoraciones y comentarios deben ser correctos en la forma y siempre respetuosos. La mofa, el escarnio, el insulto, el improperio y todo oprobio deben ser condenados al ostracismo. Cuando la forma es inadecuada, no sólo podemos desacreditar injustamente a alguien sino que, además, nuestro análisis deja de ser razonable para convertirse en una mera murmuración irreflexiva.

Sería muy saludable que todos, con la debida regularidad, nos sometiésemos a un examen de conciencia. ¿De veras somos siempre íntegros, justos y agradecidos? ¿Acaso nos agrada que cualquiera masculle sobre nuestras vidas sin apenas conocernos? ¿No incurrimos en las mismas faltas que con tanta veleidad denunciamos? ¿Hacemos cuanto podemos en nuestra familia o lugar de trabajo para evitar aquello que, de ordinario, denunciamos? Si tan fácil lo vemos, ¿por qué no damos el salto y dejamos esa atalaya desde la que zaherimos al prójimo, sin miramiento alguno? Murmurar resulta de lo más sencillo pero hacer requiere agallas; si bien es cierto que un exceso de osadía puede ser tanto o más contraproducente que una enfermiza prudencia.

Nunca me han gustado quienes, aun acertados en el fondo, pierden la compostura. Algunos comentaristas de éxito ejercitan su magisterio desde la soberbia, al altanería y el desprecio. El fin, como casi siempre, no justifica los medios.  La humildad bien entendida es un sello inequívoco de los grandes hombres y cuando éstos hablan o escriben, la sabiduría, la sencillez, la cultura y la educación rezuman tras cada frase o palabra.

Dejó dicho Cervantes que “es querer atar las lenguas a los maldicientes lo mismo que querer poner puertas al campo”.

Es seguro que el sabio alcalaíno tuviera razón pero les confesaré una íntima convicción: nada perturba más a un maldiciente que ser reconvenido con cortesía y mesura.  

Sí. Definitivamente quiero seguir escribiendo mas dispensando a mis semejantes el mismo trato que para mí quisiera.

La libertad, queridos amigos, exige responsabilidad porque sin ella aquella se torna en simple impudicia.

Fdo. José Antonio Vergara Parra.

 

 

 

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