Vergara Parra aporta su visión sobre lo que debe ser España

España

Algunos intelectuales, movidos por un incontenible afán de protagonismo, explicitan maquiavélicas conjeturas y ocurrentes teorías. Han sabido dotarse de un halo distinguido que parece presagiar el amén de tan embelesadas audiencias. Cada vocero tiene su amo. Este último hará llamar a pensadores que sirvan a su causa. Para teatralizar una aparente pluralidad, se servirán de opinadores de atrezo, incapaces de desmontar o refutar la voz del macho o hembra alfas. De eso se trata. De inocular una particular verdad, gestada tras un sesudo disenso entre personas en apariencia eruditas.

No hay emisora o canal sin sus devotos tertulianos, ni diario sin sus escuderos de leal pluma. A algunos es un deleite escucharles, no porque necesariamente coincidan con las propias ideas sino porque, ajenos a  loas o agravios, solo van tras la verdad. Por poco perspicaces que seamos, uno debiera saber cuándo se está ante un pensador honesto o cuándo ante un simple mercenario de la opinión.

Junto a los sentimientos, los anhelos también deben ser respetados, siempre que las trampas, los malos modos y la falsificación de los hechos no formen parte de la estrategia.

En democracia casi todo se puede imaginar mas la libertad, sin responsabilidad, acaba siendo un mero capricho, un antojo desnortado. Y cuando aquella sirve a fines innobles, entonces no hablemos de libertad; acaso de una estéril veleidad. 

 Hace escasos días, un magnífico escritor, que traza palabras como los propios dioses, renegaba de nuestra Constitución y añoraba los fueros y los reinos cristianos. O, dicho de otra manera, reivindicaba la irremediable heterogeneidad de los pueblos de España y defenestraba nuestra Carta Magna, por ser ésta el principal escollo contra su disgregadora percepción de la nación española, y poco menos que el origen de todos nuestros males. Y aunque algunos tertulianos alzaron tímidamente la voz, no lograron templar aquel torrente verborreíco en apariencia lúcido.

En la Alta Edad Media, los fueros se erigieron en la principal fuente del derecho. Ante la inexistencia de una norma común para todos los territorios de la península y la necesidad de repoblar los territorios conquistados, el fuero resultó ser de utilidad. Disponían privilegios, a modo de reclamo, para los nuevos pobladores y para quienes en lo sucesivo decidieran establecerse en ellos. Y, naturalmente, sirvieron para ordenar la vida en los territorios de sus respectivas jurisdicciones.

Las visiones románticas de tiempos pretéritos y el ansia desbocada por construir opiniones inéditas están bien pero tienen sus riesgos, y no son menores. La indolencia es el olvido; el sufrimiento de nuestros ancestros no puede ser ignorado ni tan alegremente relativizado. Si exceptuamos la barbarie de ETA, la Constitución Española ha procurado a los españoles uno de los periodos históricos de mayor paz y bienestar. ¡Por Dios Bendito!, reconozcamos que nuestro tiempo es, de largo, el mejor tiempo posible. Frente a reyes absolutistas, nuestro monarca reina pero no gobierna y se inclina ante al Parlamento. Frente a plenipotenciarios señores feudales y una sociedad estamental, nuestras leyes vinieron para hacernos iguales, reintegrándonos la dignidad arrebatada. Frente al egoísmo periférico y la disparatada supremacía por algunos invocada, España nos recordó la fortaleza de la solidaridad y el valor del mestizaje. Frente a las guerra, diplomacia. Frente a la miseria, justicia social. Frente a la superchería, la razón y frente a la tiranía, libertad.

Solo un ingrato o un indolente puede dulcificar penurias pasadas y desdeñar el presente.

La Constitución Española de 1978, pese a la inconclusa y nebulosa regulación de cuestiones troncales, pese a la urgencia impuesta por la excepcionalidad del momento, pese al relato manifiestamente mejorable de parte de su articulado, pese a estas y otras cuestiones, supuso un hito en nuestra historia política de incalculable valor. Las tropelías de la II República, la Guerra Civil y cuatro décadas de dictadura, dejaron una estela de muerte, sufrimiento y odio del que todavía andamos recuperándonos. Dicen, y es verdad, que las leyes tienen su espíritu. El alma de nuestra Ley de Leyes fue la de un pueblo silenciado y herido, con un afán irrefrenable por caminar unido y en paz.

España es Pelayo y la batalla de Covadonga. También las órdenes militares de Calatrava, Santiago y Alcántara. Y los vascones que en Roncesvalles derrotaron a francos y en el sur frenaron el avance musulmán. España es la batalla de las Navas de Tolosa donde, inexorablemente, el sueño colectivo y grandioso de una España unida comenzaba a tomar forma. España, por descontado, es el Oratorio de San Felipe Neri donde las Cortes de Cádiz forjaron la Constitución liberal de 1812 que, antes que un mero corpus legis, supuso un grito ensordecedor de soberanía e hispanidad.

Más allá de gestas heroicas que a todos nos gusta recordar, la España de hoy es, ente todo y sobre todo, la España sufrida y soñada por nuestros antepasados. Mucho es el camino por recorrer porque el horizonte, como la utopía, sigue estando demasiado lejos. Pero agradezco a los dioses la España en que nací. Con más fuerza y sentido que nunca, resuenan en mis oídos las palabras del poeta….

         ¿Tu verdad? No; la verdad.

         Y  ven conmigo a buscarla.

         La tuya guárdatela.

Porque la España que yo quiero, la España que yo anhelo, o a todos pertenece o de nadie habrá de ser.

 Disculpen este apasionado panegírico pero, como dijo aquél, aunque es hermoso servir a la patria con hechos, no es absurdo servirla con palabras.

 

 

 

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