Vergara Parra disecciona el «peso» de la fama

Cuando las estrellas pesan demasiado

Es agradable toparse con noticias o hechos esperanzadores. Eso mismo me ocurrió hace ya algunos meses. Les cuento.

El templo gastronómico Le Suquet viene deleitando los paladares más exquisitos de medio mundo desde 1992; año en el que Michael Bras abrió este restaurante situado en el departamento francés de Aveyron; concretamente en el municipo de Laguiole.  En la actualidad, la cocina está capitaneada por su hijo, el chef Sébastian Bras. Desde 1999 la guía Michelín, coloquialmente conocida como la biblia gastronómica, le viene reconociendo su máxima distinción: tres estrellas. Hará unos meses que Sébastian solicitó formalmente a esta publicación no aparecer en ella o dicho de otra manera, renunció educadamente al estrellato impreso.

Les confieso que mi amor por la alta cocina es inexistente pues no llego a comprender ni a apreciar tanta parafernalia, cuya principal, sino única, motivación es la de zaherir gravemente el bolsillo. Lo bueno, cuando puedo, me lo como en casa; sin aditivos ni salsas ni gaitas. Una dorada a la sal, unas costillas de cordero a la brasa o unas sardinas a la plancha me parecen bocados de dioses. Y cuando salgo de parranda me son suficientes una buena copa de vino, jamón y queso y, naturalmente, grata compañía.

Como iba diciéndoles, resulta alentador el gesto del chef francés. Demasiado estrés, excesiva exposición; tanta que llegas a aborrecer aquello que tanto te gustaba hacer y por lo que fuiste reconocido. A nadie le amarga un dulce mas cuando esa palmadita o una regañina, en su caso, se adueñan de nosotros, entonces estamos perdidos. Razón por la cual siempre he mantenido que el éxito y el fracaso son dos grandes impostores. O, para ser exactos, es nuestra percepción del éxito y del fracaso la que está distorsionada. El auténtico triunfo es hacer lo que nos gusta, mejorar día a día, vencer las dificultades y ser apasionado con lo que hacemos. Si los honores hubieren de llegar, bienvenidos sean. Si, por el contrario, fuere el reproche quien nos viniere a visitar, recibámosle con humildad y cortesía. Mas ni a aquél ni a éste prestémosles demasiada importancia porque, de lo contrario, se adueñarán de nuestro albedrío.

Las distinciones y los honores están bien en la medida que nos ayudan  a seguir haciendo aquello que nos apasiona. Nada más. Si invertimos la ecuación y solo andamos tras el reconocimiento entonces, casi sin percatarnos, nuestras pasiones se tornarán en servidumbres. Antes o después, llegará el hastío y la nada. Hay un orgullo sano y hay otro nocivo; el primero sale de adentro; el segundo es impostado.

Un ejemplo bien conocido. Sin riesgo a equivocarme, podría decirse que Vincent Willemen van Gogh ha sido uno de los pintores más grandes de la Historia del Arte. Al margen de patologías mentales que le ocasionaron más de un disgusto, su obra no fue precisamente muy laureada. Cien años después de su trágica muerte en 1890, el empresario japonés Ryoei Saito desembolsó ochenta y dos millones y medio de dólares por su obra “Retrato del Dr. Gachet”.

Podríamos citar decenas de casos de escritores, reiteradamente rechazados por editoriales, que alcanzaron después un éxito mayúsculo. A estos casos podríamos añadir otros tantos de quienes eclipsaron su éxito con alcohol, drogas y excentricidades disparatadas.

Se colige, por tanto, que las estrellas son tan esquivas como manifiestamente peligrosas.

Como dijo el gran Jorge Luis Borges, planta sus propios jardines y decora tu propia alma, en lugar de esperar a que alguien te traiga flores.

 

 

 

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